Imaginábamos un mundo plagado de tebeos y libros, de dibujos y palabras escritas que nos ayudasen a comprender la vida y los demás. Hubiésemos deseado que las historias que nos explican los tebeos y los libros, esos relatos viejos o nuevos, sirviesen para sumergirnos en el interior de nosotros mismos para plantearnos interrogantes difíciles de responder, para llenar silencios.
La lectura no sólo da respuesta a muchas de nuestras dudas sobre la vida, sino que abre grandes interrogaciones. Leer hace que nos cuestionemos las cosas, que queramos comprenderlas, que deseemos llegar hasta el fondo de todo porque nos aburre lo que es superficial. A través de lo que leemos nacen las preguntas. Son preguntas que nunca hubiésemos imaginado, que revelan inquietud y curiosidad, ganas de conocer. Cualquier lectura está, a la vez, llena de silencios. Además de palabras y dibujos, naturalmente. Son los silencios que hay entre frases, en una página que se concluye, al final de un cuadernillo o capitulo. Todo aquello que el tebeo o el dice, lo que se nos insinúa, lo que se puede intuir aunque no aparezca explicado o dibujado, nos abre la mente hacia nuevos horizontes.
Todo eso desde que éramos niños. Aquellos niños que devoraban libros y tebeos, que comprendían la lectura como un premio, que descubrían el gusto por las palabras y las viñetas como el gusto lento por el chocolate que se deshace en la boca y nos endulza el paladar. Así deberían entender la lectura los más jóvenes. Como una fuente inmensa del mejor chocolate del mundo, llena de porciones que se derriten en nuestros labios y dejan buen sabor. Hay pocos niños ávidos de libros y tebeos. Muchos no han descubierto aún cómo se pasa el tiempo cuando tenemos un libro o un tebeo que vale la pena entre las manos. Leer, siempre lo hemos creído, es como enamorarse. Es la misma sensación de desconcierto y de mareo, entusiasmo y duda. Los primeros libros o tebeos se parecen a los primeros amores. Son intensos, impetuosos, querríamos que durasen siempre, aunque se terminen deprisa y sepan a poco. Nos endulzan la vida, mientras hacen que comencemos a intuir su complejidad.
Se lee poco. Los que no concebimos una existencia sin libros ni tebeos nos preguntamos como puede andar tan ciego el mundo. No leer es vivir la vida a medias sin ese punto de ficción que encontramos en papel escrito o dibujado y que ningún otro vehículo puede ofrecernos de la misma forma.
Dicen que los niños leen pocos libros y tebeos, que hay un exceso de publicaciones que no implican calidad. Es decir, mucha oferta y poca demanda. El hecho de que se multiplique la oferta siempre nos ha parecido un síntoma de normalidad. Una cultura normal ofrece gamas variadas de productos literarios o de narrativa gráfica a sus lectores. Cada uno se encargará de hacer su propia selección. Nosotros defendemos unos primeros años de lecturas diversas y caóticas, ese desorden magnifico que implica querer descubrirlo todo, acercarse a géneros y autores distintos, olerlos y escoger. Las lecturas se huelen a través de sus páginas como se huele la tinta aún fresca en el papel.
Los buenos lectores no habrán olvidado aquellos primeros años de descubrimientos, cuando empezaban a entusiasmarse por los tebeos y los libros y comenzaban a intuir sus múltiples rutas. La sensación de acudir al kiosco, de entrar en una librería o en una biblioteca, cuando ese acto no se ha convertido todavía en un hábito, y sentir que estamos en el laberinto de las mil posibilidades y sorpresas. Las ganas de acercarse a cualquier estante, de recorrer las primeras líneas de muchos volúmenes o las primeras páginas de muchos tebeos, de imaginar cuantas historias esconden en sus páginas.
Existe primero la duda sobre el libro o el tebeo; después, las ganas de leerlo y por último, el placer se convierte en hábito y con él, nacerá el entusiasmo.
Manuel López
omo se reconoce uno en estos párrafos! Cuantas vivencias compertidas. Y qué difícil encontrar después de tantos años la fascinación de aquellos primeros e inolvidables tebeos, tan buscada a pesar de saber que no ha de volver. Una entrada magnífica.
ResponderEliminarEra nuestra etapa de adolescentes, con una imaginación naturalmente dispuesta a viajar a través de toda la Historia, desde la Edad de Piedra a un futuro todavía lejano, con amigos y traidores, fieras salvajes y dragones, recorriendo todos los continentes y salvando fechas, espadas, colts y pistolas impensable todavía. Un mundo que nos emocionó, nos hizo palpitar el corazón y, que, en fin, llenó nuestros espíritus juveniles. La madurez, como manzana paradísíaca, desveló todo ese mundo fantástico y nos llevó al mundo real, y, hoy, pasados ya los años, hastiados la esa realidad, nos afanamos en regresar al pasado, aun siendo conscientes de su imposibilidad: la madurez (y todo su bagaje de experiencias) lo hace imposible. ¡Lástima...!
ResponderEliminarAnónimo:
ResponderEliminarEs fácil para los que tenemos cierta edad, reconocernos en el escrito de Manuel López. La ilusión y emoción que nos despertaba cada nueva lectura en nuestra juventud es algo irrepetible.
JaMolero:
Es imposible volver a tener exactamente las mismas sensaciones que nos provocaban estas lecturas en nuestra niñez por las causas que usted expone, pero todavía al releer y repasar aquellas historias todavía se nos enciende una tímida chispa que nos retrotrae con fogonazos nostálgicos a nuestra niñes. Recuerdo a mediados de los setenta a mi abuelo dormido en una mecedora mientras yo repasaba una vez más mi montoncito de tebeos del pequeño luchador y del guerrero del antifaz en aquel patio soleado....